- OBJETO.
Cuando se acerca el momento de poder vislumbrar los efectos de la transposición española de la reciente Directiva europea de Acciones Colectivas, parece oportuno volver sobre una de las cuestiones que más señaladamente orientaron nuestro sistema reparativo colectivo en la historia judicial de nuestro país.
Sin embargo, resulta evidente que no se trata de las mismas acciones, ni siquiera de las mismas jurisdicciones, pero ello no quita para que podamos revisar aquel procedimiento en busca de referencias que puedan servir para allanar el camino de las ejecuciones en procesos de acción colectiva que pudieran resultar multitudinario.
- POSICIÓN DE PARTIDA: FRAUDE ALIMENTARIO MASIVO CON RESULTADO DE MUERTE Y LESIONES.
El envenenamiento masivo producido por el consumo de aceite adulterado supuso un mazazo para la sociedad española de principios de los ochenta.
Un conjunto de despropósitos administrativos unido a una cruel conducta orientada a maximizar los beneficios empresariales, llevaron a la muerte de más de 700 personas y a causar lesiones incapacitantes, en algunos casos muy graves y crónicas, a más de 20.000 personas, según los cálculos más recientes.
En 2021 todavía se produjeron protestas de personas agrupadas en la “Plataforma Síndrome Tóxico-Seguimos Viviendo”, encerrándose en el Museo del Prado para reclamar atención de las autoridades políticas, declarando una de las víctimas que: «Lo único que queríamos era buscar un interlocutor para hablar con el presidente del Gobierno. Solo hay una consulta en el Hospital 12 de Octubre para las víctimas que seguimos vivas. Necesitamos unas pensiones mejores de las que se dieron y se descontaron con las mal llamadas indemnizaciones. Hay personas como Miguel Ángel que no tienen otra forma de vivir que un subsidio de 400 euros«.
En mayo de 1981 fallecía Jaime Vaquero, un niño de Torrejón de Ardoz que se ha considerado la primera víctima de la intoxicación. A él le siguieron centenares de personas más mientras las autoridades sanitarias no conseguían descifrar, hasta más un año después, las razones por las que se producían los episodios de neumonías atípicas que finalizaban en óbito o en grandes lesiones incapacitantes.
La principal tesis del fraude alimentario, que es la sostenida en la Sentencia, alude a que se utilizaron aceites para uso industrial que se desnaturalizaban añadiéndole anilina, pensando los industriales que los comercializaron que si calentaban esos aceites a altas temperaturas eliminaban el colorante y podían venderlo para uso humano. Sin embargo, el calentamiento a altas temperaturas generaba residuos químicos tóxicos a los que se atribuyeron los perjuicios sanitarios de todos conocidos.
Los aceites adulterados se comercializaban generalmente en mercados ambulantes y tiendas de comestibles al por menor, muy abundantes en la época, en un momento en el que corpus normativo sanitario en el Estado aún no estaba consolidada, como vino luego a suceder tanto con la Ley de Bases del Régimen Local de 1985, como con las leyes de Salud Pública y General de Sanidad de 1986, que vinieron a aquilatar el reparto de competencias en materia de salud pública entre los distintos niveles municipales, autonómicos y estatales, creando el Sistema Nacional de Salud en la que forma en la que lo conocemos hoy.
- LA PLASMACIÓN JURÍDICA DEL MASIVO FRAUDE ALIMENTARIO.
Si bien existieron intentos infructuosos por impulsar el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial del Estado por indebido funcionamiento de sus servicios de inspección alimentaria, es lo más cierto que el gran debate litigioso se produjo en el ámbito penal, a través de dos procedimientos en los que, de una parte, se analizaron y juzgaron los comportamientos de los industriales oleícolas que introdujeron en el mercado el aceite adulterado, y, de otra parte, se analizó y juzgó también el papel que los funcionarios públicos encargados tuvieron en la ausencia de los debidos controles sanitarios que condujeron al desastre masivo.
En línea con ello se dictaron sendas sentencias en ambos casos dictadas por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.
La primera de ellas, referida a los industriales, tiene fecha 20 de mayo de 1989 y un Auto de aclaración de 2 de noviembre de 1989. Recurrida en casación, finalmente se pronunció nuestro Alto Tribunal mediante STS de 23 de abril de 1992.
La segunda, que será sobre la que nos detendremos por ser la que recoge la ejecutoria destinada al resarcimiento de los perjudicados, y atendiendo también al trabajo desarrollado por JIMÉNEZ APARICIO, se pronunció en fecha 24 de mayo de 1996, siendo posteriormente recurrida en casación ante el Tribunal Supremo, quien dictó STS de 26 de septiembre de 1997.
La parte dispositiva de esta última resolución fijó condena para dos funcionarios públicos como autores de un delito de imprudencia temeraria y, en lo que aquí interesa, condenaba igualmente al “Estado” como responsable civil subsidiario
- LA EJECUTORIA PENAL COMO VÍA DE INDEMNIZACIÓN INDIVIDUALIZADA A LOS AFECTADOS POR EL ENVENAMIENTO MASIVO.
Según JIMÉNEZ APARICIO fue la “solidaridad social” con las víctimas de los delitos cometidos la que se convirtió en el pegamento necesario para que la sentencia acordara el resarcimiento de los afectados. En realidad es bien sabido que en nuestra tradición la responsabilidad civil subsidiaria ha permanecido en el Código Penal sin solución de continuidad, por lo que la declaración de culpabilidad de los funcionarios llevaba aparejada, vista su “imprudencia temeraria” el resultado de resarcimiento subsidiario por el Estado.
Podríamos discutir aquí si la Sentencia se dictó de tal forma con la intención de asegurar que los afectados y sus familias recibieran resarcimientos indemnizatorios que, de otro modo, no podrían haber recibido por la declarada insolvencia de los condenados. Más, en lo que aquí interesa, es cierto también que el Estado tenía con las víctimas del fraude alimentario, no sólo esa responsabilidad civil subsidiaria, sino también una obligación de prestaciones asistenciales para paliar los graves efectos sobre la salud y la propia vida de los afectados, lo que llevó a no pocos debates sobre la compensación o no de determinados pagos efectuados a los mismos por tales prestaciones asistenciales a deducir de la indemnización correspondiente. Prestaciones, por demás, que aún hoy se mantienen y que originaron las protestas antes citadas de 2021.
En todo caso, lo que es cierto es que para articular el abono de las indemnizaciones, cohonestando la presión social ejercida por los afectados, con un inevitable repercusión política, y la propia obligación de dar cumplimiento a los mandatos de la resolución judicial, el Estado articuló un sistema indemnizatorio con el que satisfacer las reclamaciones económicas correspondientes sirviéndose de los pronunciamientos judiciales a los que ahora aludiremos.
Así, el tribunal sentenciador tuvo que elaborar un conjunto de criterios a seguir para dar cumplimiento al fallo, principalmente a través de los Autos de 13 de marzo y 13 de mayo de 1998, en los que establece que existirán compensaciones con respecto a determinadas cantidades recibidas con anterioridad, pero igualmente fijará que si las cantidades recibidas son superiores a las que corresponderían por indemnización el afectado no tendrá que reintegrar la diferencia.
En cualquier caso, y en lo que aquí interesa, la posición del tribunal sentenciador fue en todo momento que la ejecución sería individual, afectado por afectado, y que consecuentemente así debería dirigirse la satisfacción económica atendiendo a las circunstancias personales de cada uno de ellos.
Resulta relevante, en lo que pueda tener de relación con las ejecuciones colectivas que pretendemos poner en el candelero, que el tribunal sentenciador fijó algunas reglas procesales especiales que acertadamente señala JIMÉNEZ APARICIO, como fueran el establecimiento de plazos para presentar las solicitudes indemnizatorias, acompañando la prueba documental en ese momento y no después, la elaboración de un formulario prerredactado por el propio tribunal sentenciador con el fin de ahormar las solicitudes, entendiendo JIMÉNEZ APARICIO con acierto que se trata de “verdaderas autoliquidaciones” o la obligación para los herederos de comparecer ante el tribunal mediante litisconsorcio activo necesario aunque no lo quisieran hacer.
- LA PARTICIPACIÓN ADMINSTRATIVA EN LA EJECUCIÓN PENAL
Finalizado el trámite ejecutivo judicial y fijada mediante Auto la correspondiente cantidad individualizada por afectado, sin que quepa entrar en este artículo en mayores vicisitudes sobre las diferentes circunstancias personales que podían presentarse, se pasaba finalmente a la fase del pago de la indemnización propiamente dicha, o lo que JIMÉNEZ APARICIO llama “la fase administrativa”.
Sin duda lo más relevante del proceso de cumplimiento por parte del Estado fue la elaboración de un texto normativo con rango legal, Real Decreto Ley 3/1999, de 26 de febrero, en el que se contenían las herramientas procedimentales necesarias para ir satisfaciendo uno por uno a los distintos afectados.
Se trataba de un procedimiento iniciado teóricamente de oficio por la Administración, aunque sin duda provocado por la propia Sentencia que cita el título de la norma, en el que finalmente se producía la oferta de abono que, en términos legales, tenía como efecto la liberación de la obligación por parte de la Administración, y, por tanto también de su posible responsabilidad penal.
En tales términos la liberación de la obligación de pago traía consigo la mora del acreedor, es decir, que comenzaba el plazo para que el afectado pudiera recoger el mandamiento de pago correspondiente; que entretanto se producía ese pago la Administración custodiaba el dinero hasta determinar, por ejemplo en el caso de los herederos, quién había de considerarse legítimo titular para recoger ese mandamiento; y que, por ende, si no se recogía el mandamiento en el plazo fijado en la Ley General Presupuestaria quedaría liberado el Estado de la obligación.
Por tanto, más allá de la consideración que efectúa JIMÉNEZ APARICIO de la “necesidad” de un procedimiento especial de pago, es lo más cierto que los responsables políticos de la época quisieron enfocar en su propio interés y en el del Estado los abonos indemnizatorios a los que venía obligada la Administración.
Teniendo bien presente los limitados recursos de los que dispone la Administración de Justicia, se realizó una construcción jurídico – legal que permitió que el Gobierno controlara y apaciguara las reclamaciones de los afectados asegurándoles que el método elegido les permitiría ver resarcidas sus pretensiones, aseguró también un fraccionamiento de los pagos a los afectados que no se veía correspondido por un incremento de las cantidades con los intereses legales correspondientes y, por último, sin ánimo de exhaustividad, descargaba al tribunal sentenciador de la carga burocrática a la vez que ceñía los pagos a las necesidades presupuestarias del Estado, que incluyó las cantidades de resarcimiento en las propias leyes anuales de presupuestos de la época.
- BREVE ANÁLISIS CRÍTICO.
El resarcimiento indemnizatorio en los delitos – masa es una de las grandes asignaturas pendientes de nuestro ordenamiento legal. A mi juicio, la fórmula escogida en el envenenamiento masivo del aceito de colza relegó al tribunal sentenciador a mero convidado de piedra, por la necesidad de la dirigencia política de la época de controlar a los afectados y su impacto político en la sociedad de entonces.
Separar al tribunal sentenciador de su obligación de hacer ejecutar lo juzgado no parece la mejor decisión, ni la más constitucional, para garantizar la tutela judicial efectiva. Por ello, no resulta hoy por hoy aconsejable el modelo elegido en su momento.
También es cierto que la creación de la Oficina Judicial a partir de normas de 2009, el impacto que tuvieron otras macrocausas penales posteriormente, como fueron los estratosféricos fraudes de Forum Filatélico o Afinsa, o la modernización de nuestra regulación concursal, permitió también adaptar a los tiempos modernos estas liquidaciones masivas.
Si bien se sigue echando en falta una participación más activa de las organizaciones de consumidores para organizar a los afectados y ser el canal de comunicación de éstos con los obligados al pago a través del correspondiente y competente juzgado o tribunal.
Por consiguiente, si de ejecutoria colectiva se trata, parece cuando menos necesario aprender de aquella experiencia para asegurar la presencia de los afectados en el procedimiento judicial hasta la definitiva finalización del mismo con el resarcimiento del perjudicado. Para ello reitero la importancia de que la regulación tenga en consideración a las organizaciones de personas consumidoras personadas en la causa como verdaderos enganches naturales con los perjudicados y con legitimación directa en la satisfacción indemnizatoria, evitando proseguir con una normativa que las orilla e ignora en la actual regulación procesal.
En línea con lo anterior, la revisión de la Directiva de Acciones Colectivas debe servir también para afrontar estos supuestos de modo que la Ley de Enjuiciamiento Criminal venga a establecer una regulación concreta, efectiva y consecuente con la realidad de los cada vez más numerosos pleitos – masa, en los que concurren miles o decenas de miles de perjudicados por hechos dañosos producidos por prácticas abusivas, fraudulentas o desleales.
En tales casos, una moderna regulación como la que propone la Directiva de Acciones Colectivas debe llevar a que el legislador revise los actuales criterios procesales penales y arbitre soluciones rápidas y reales para las víctimas de este tipo de delitos, permitiendo dotar del protagonismo que merecen a los agentes que constitucionalmente tienen atribuida la defensa de los legítimos intereses económicos de los consumidores.